En un mundo en donde no podemos ser directores de nuestro campo perceptivo, en donde todo lo que nos habita es lo que la cultura de masas decide volcar adentro nuestro. En donde la noción de intimidad es el retazo que, de casualidad, la cultura de masas todavía no transformó en exhibible-consumible, pero que cuando ella lo toque cederemos esa porción sagrada al circuito de las cosas banalizables. En un mundo así, con una sociedad así, aplanada y homogeinizada hasta lo insospechable, completamente manipulable, yo celebro un amigo que me interpele.
Y no solo por eso sino que cuando un amigo me dice todo que sí, me usa. Si avala en mí estereotipos sociales que no le hacen bien a nadie, si calla frente a mis hábitos meramente repetitivos de lo naturalizado, genera la posibilidad de que una convención social siga viva a través mío. Me trasforma y se transforma y transforma nuestra amistad en un vehículo más del estado naturalizado de las cosas. Nos convertimos en meros servidores, de la mera convención, de la repetición ciega sorda y muda, servidores de lo normalizado.
Hay que parar la bocha de vez en cuando, somos como planetas sin atmósfera, hiperperforables, membranas 100% permeables. Un amigo, una amiga tiene que interpelar, preguntarte las cosas, preguntarse a sí mismo frente a vos, enriquecer la pregunta, fortalecer el criterio y la sensibilidad.
No todo el tiempo, pero tiene que hacerlo de vez en cuando.
Una amiga que está para mí, realmente, también está para nutrir el bien común. Una amiga que me valora no celebrará en mí aquello que nos degrada como especie o que degrada a otro, aunque incomode, porque si la amistad es fuerte hay lugar para desaprender y por lo tanto para crecer. Una amistad fuerte es incómoda y pretende desandar un poco el mundo porque en ese mundo está tu amigo y lo que tu amiga quiera para el mundo lo querrá para tí. Y es hora de actuar antes de que nos devoren del todo.
 |
La devoción: Las amigas. Lautrec |